Penosa relectura de la Carta al padre. No dudo que Hermann Kafka fuera un hombre poco simpático, tosco, zafio, hiriente, uno de esos pequeños tiranos domésticos que pueden hacer de la familia una primera y modesta forma de totalitarismo, pero de ahí a hacerlo el ogro responsable de todas las desdichas del hijo parece haber una gran distancia que éste no vacila en cruzar. Kafka escribió la carta en 1919, cuando tenía treinta y seis años; a ratos, parece escrita por un adolescente de dieciséis. El padre es el culpable de todo: de su debilidad, de la falta de confianza en sí mismo, de su tartamudez, su hipocondría y su incapacidad de casarse y tener hijos. Conforme se van acumulando los reproches, el lector no puede evitar preguntarse: ¿en verdad sería tan monstruoso Hermann Kafka? Por lo demás, las cosas que se le recriminan (el autoritarismo, el mal carácter, el sarcasmo, etc.) pueden ser ciertamente ofensivas, pero nada del otro mundo y poca cosa en verdad frente a un padre realmente insufrible como, digamos, el de Dostoievsky, que puesto a escribirle una carta hubiera tenido dos o tres cosas más que decir.
¿Le resta esta crítica todo valor a la Carta al padre y hace de su autor solo un pobre hombre acomplejado, incapaz de superar un resentimiento más bien adolescente? No necesariamente, claro. Como observa un personaje de la novela Deception de Philip Roth, no es que La metamorfosis o El proceso se deriven de la relación con el padre como aparece descrita en la Carta, sino que más bien la idea de esta relación se deriva de aquellas (esto es, de la visión de mundo que exponen): “para el momento en que un verdadero novelista tiene treinta y seis años, ya no está traduciendo su experiencia en ficción: está imponiendo su ficción a su experiencia”. Así entendidos, Hermann Kafka no es forzosamente un monstruo, sino el catalizador necesario para las ideas sobre el poder y la culpa de su hijo, y la Carta no un fiel testimonio de vida, sino, como todo texto autobiográfico, una ficción.